Salgo a las calles del suroeste de la capital Puerto Príncipe y me encuentro con miles de personas caminando por ellas llevando encima maletas con sus pocas pertenencias encima.
Buscan salir de esta castigada ciudad. Buscan algún pueblo en la provincia donde dicen que no se está sufriendo la falta de servicios o de comida. O al menos ellos esperan que sea así.
Entre ellos, una mujer que apenas puede con su carga, un bulto coronado por una bicicleta y un inútil ventilador eléctrico.
Estos ríos de personas discurren entre los escombros que ha dejado el sismo, montañas de basura y caudales de aguas negras, aunque éstas dos últimas siempre han sido parte del panorama urbano de Puerto Príncipe.
El éxodo discurre por encima de cadáveres. Es incontable la cantidad de cuerpos que están colocados a la vera de los caminos. Algunos pudorosamente tapados con mantas. Pero otros ni siquiera pudieron contar con ese detalle póstumo.
Los cuerpos fueron extraídos de los escombros por socorristas improvisados y dejados allí, quizá con la esperanza de que alguien pasara a recogerlos. Pero han transcurrido ya dos días y el hedor empieza a hacerse insoportable...
Y preocupante, porque alerta sobre posibles problemas sanitarios que pueden venir.
Regalo venezolano
En medio de este panorama dantesco descubro un mercado popular construido con dinero venezolano donde veo a los únicos vendedores activos en toda la ciudad.
El arco de las estrellas de la bandera venezolana todavía corona la entrada, junto a un cartel agradeciendo al presidente Hugo Chávez este regalo solidario.
Por razones de seguridad, el conductor nos desaconseja entrar a echar una mirada. Pero al pasar al lado veo como decenas de personas tratan de seleccionar lo mejor para comer sobre montanas de legumbres y frutas pudriéndose.
Naranjas todavía comestibles están encima de pilas de ellas putrefactas. Y lo peor es que están a la venta. Tal es la necesidad de esta gente.
Unas cuadras más allá, un grupo de personas se arremolina en torno a un tubo de donde brota un débil chorro de agua, aparentemente potable. Acercan baldes, botellas, en una congregación caótica que nadie parece estar regulando. Sin embargo funciona, todos toman la parte que les toca y se retiran con ese valioso cargamento.
Pero un hombre decide no esperar más y recoge en un envase el agua que no cae en los baldes y que discurre calle abajo. Se cuida, eso sí, de tomar sólo la que fluye en la superficie.
Futuro lejano
En un cementerio, frente al hotel donde estoy hospedado, Toussand, un joven carpintero “ahora desempleado” me dice que, más allá del terremoto, la gente en Haití esta acostumbrada a buscarse la vida.
Ese vacío gubernamental que a los extranjeros pueda resultarles impactante, para los haitianos es costumbre. “Mala costumbre”, me dice.
Toussand es la típica víctima de esta catástrofe. Perdió ocho familiares directos, entre ellos dos sobrinos y una tía. Está en el cementerio porque pudieron sacarlos de la casa colapsada y ahora esperan la llegada del cortejo fúnebre.
Sin embargo, en cuanto finalice la ceremonia se unirá al éxodo, me cuenta. No sabe adonde. Sólo sabe que el futuro le espera lejos de allí, no de Puerto Príncipe, sino de Haití.
“Acá no hay nada que hacer. Nunca lo hubo. Ahora menos”.
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